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Carlos de Aragón, Príncipe de Viana (1421-1461).

Príncipe de Viana, heredero de los reinos de Navarra y Aragón durante gran parte del siglo XV, aunque finalmente no llegaría a ceñir corona alguna. Nació en Peñafiel (Valladolid) el 29 de mayo de 1421, y murió en Barcelona el 23 de septiembre de 1461. Su biografía es compleja y muy polémica, tanto por haberse enfrentado a su padre, Juan I de Navarra y II de Aragón, como por su controvertida muerte, supuestamente envenenado por su madrastra, la reina Juana Enríquez, que hipotéticamente se deshizo de la amenaza que el príncipe de Viana representaba para el hijo que había engendrado en ella Juan II, el futuro Fernando el Católico, de quien Carlos era hermanastro.

Príncipe Carlos de Viana. Carbonero. Madrid.

Príncipe heredero (1421-1447)

Carlos fue hijo primogénito del infante Juan de Trastámara, Duque de Peñafiel, hijo del rey Fernando I de Aragón, y de la infanta Blanca de Evreux, hija y heredera del rey Carlos III de Navarra. Su nacimiento tuvo lugar apenas un año después de que sus padres hubiesen contraído matrimonio, de forma que, en principio, las pretensiones del infante Juan de reinar en Navarra se vieron acrecentadas mediante este feliz natalicio que aseguraba su descendencia, teniendo en cuenta además que la infanta Blanca contaba entonces con 36 años de edad, una edad inusual en la época para ser madre. Carlos fue bautizado en septiembre del mismo año, dándose la curiosa paradoja de que quien habría de ser el máximo enemigo de su padre en cuestiones de política, el condestable Álvaro de Luna, fue su padrino en la ceremonia. Tras ella, madre e hijo se trasladaron a tierras navarras, donde las Cortes le juraron como heredero en 1422 y le concedieron el título de Príncipe de Viana, aunque Carlos pasó la mayor parte de su infancia en el palacio de Olite. Allí fue donde fue educado de forma exquisita tanto en las armas como en las letras: su preceptor en las letras fue Fernando de Galdeano mientras que la educación caballeresca corrió a cargo de Martín Fernández de Sarasa, en los primeros años, y más tarde de Juan de Beaumont, tío del príncipe y prior de la Orden de San Juan de Jerusalén en el reino de Navarra. Su confesor privado fray Daniel de Belprad, también desempeñaría una labor importante en la educación espiritual del joven príncipe, que redundó en su gusto por los clásicos y por la lectura.

Entre 1425, en que el infante Juan y la infanta Blanca fueron nombrados reyes de Navarra, hasta aproximadamente 1436, Carlos apenas se movió del entorno navarro, participando en diversos actos públicos y en fiestas cortesanas, tal como era preceptivo a los miembros de su estamento. Otro de los deportes que más gustaban al príncipe era la caza en los frondosos bosques de su reino, sobre todo en el valle de Roncal. En definitiva, la influencia paterna en estos primeros años no debió de ser muy grande, puesto que Juan I estaba mucho más ocupado en los asuntos políticos de Castilla y Aragón que de su propia familia, a la que había dejado al cuidado de la reina Blanca. La única intervención de Juan I al respecto de la vida de su hijo fue la alianza matrimonial que quiso realizar con los duques de Borgoña, razón por la que el príncipe Carlos fue prometido en matrimonio a Inés de Cleves, sobrina del duque borgoñón Felipe el Bueno. El enlace y los consiguientes festejos tuvieron lugar en Olite, el 30 de septiembre de 1439. Al año siguiente, con motivo de la ausencia de su madre, la reina Blanca, que iba a acompañar a su hija homónima para que ésta contrajese matrimonio con el entonces Príncipe de Asturias, futuro Enrique IV de Castilla, el príncipe Carlos fue investido con el cargo de gobernador general del reino de Navarra. Este papel se vio reforzado a partir de 1441, cuando falleció la reina Blanca, quien, en un alarde de sagacidad y de precaución, se adelantó a los acontecimientos del futuro incluyendo en su testamento una cláusula realmente asombrosa:

Y aunque dicho príncipe, nuestro querido y muy amado hijo, pueda intitularse rey de Navarra y duque de Nemours tras nuestra muerte, por causa de herencia y por derecho reconocido, no obstante, para preservar el honor debido al señor rey, su padre, le rogamos tan tiernamente como nos es posible que no acepte tomar dichos títulos más que con el consentimiento y la bendición del dicho señor rey, su padre.
(Recogido por Desdevises du Dezert, op. cit., p. 181).

En efecto, según los Fueros y costumbres del reino, tras la muerte de Blanca de Evreux, reina propietaria del reino, la corona debía pasar a su hijo, y no a su esposo, que no era más que rey consorte. Juan I no quiso renunciar a su corona y, en cambio, nombró a su hijo lugarteniente general del reino, lo que éste aceptó con precaución para que ningún conflicto enturbiase la relación paterno-filial. Pero las sospechas mutuas comenzaron a envenenar una relación que hasta ese momento había sido muy normal, azuzada por la inexperiencia del príncipe Carlos, que fue aprovechada por sus consejeros para medrar en su ánimo, y por la excesiva ambición de Juan I, que jamás quiso perder sus prerrogativas aun a costa de enfrentarse a su propio vástago. Pese a todo, entre 1441 y 1450 las apariencias fueron de paz y concordia, pues las continuas ausencias de Juan I posibilitaron el gobierno personal de Carlos de Viana en calidad de lugarteniente del reino, pero ocupándose en la práctica del nombramiento de cargos y recaudación de impuestos. El desinterés que Juan I había mostrado por los asuntos de Navarra también acabaría por tener un peso específico en el conflicto entre él y el príncipe Carlos.

Agramonteses y beamonteses en Navarra (1447-1458)

Tras el llamado golpe de Estado de Rámaga (1443), Juan I de Navarra se había convertido en la cabeza visible de la política castellana contraria al condestable Álvaro de Luna. En la batalla de Olmedo (1445) se produjo el asalto final entre ambos grupos, que finalizó con la derrota de los infantes de Aragón. Encaminado a buscar nuevas alianzas, Juan I se comprometió en un segundo matrimonio con Juana Enríquez, hija del almirante de Castilla, Fadrique Enríquez. Por ello, a pesar de que Carlos había cumplido escrupulosamente pagando la financiación solicitada por su padre para la guerra, las noticias de este nuevo matrimonio incrementaron las suspicacias. Los descontentos comenzaban a agruparse bajo el dominio de Luis de Beaumont, condestable de Navarra, principal consejero de Carlos de Viana; al tiempo, otra facción navarra, los agramonteses, se agrupaba bajo la dirección de mosén Pierres de Peralta, que incluso peleaba a favor de Juan I en la guerra contra Castilla. La boda de Juan I y Juana Enríquez, acontecida en el verano de 144, encendió la mecha de la guerra civil en Navarra. Carlos, como príncipe heredero, se sintió entonces capacitado legalmente para reclamar el trono, pues el segundo matrimonio de su padre acababa legalmente con el usufructo que éste mantenía sobre los derechos heredados de su primera mujer. Consciente de ello, Juan I no avisó ni a su hijo ni a las Cortes de Navarra de su boda, lo que hizo estallar a los beamonteses en una gran indignación. Por si fuera poco, en 1448 falleció Inés de Cleves, dejando viudo y triste al príncipe Carlos con apenas 27 años de edad.

En 1450 Juan I viajó hacia Navarra con el objetivo de dar un golpe de efecto al conflicto, reformando las órdenes y disposiciones de cargos que había dado Carlos de Viana, revocando las decisiones de éste y situando en los principales oficios a sus hombres más leales. Carlos, enfurecido por estas desautorizaciones, escuchó las ofertas que el condestable de Castilla, Álvaro de Luna, le ofrecía para levantarse contra su padre. Esta alianza propició al príncipe de Viana un gran ejército, aunque fue derrotado en la batalla de Aibar, el 23 de octubre de 1451. Carlos de Viana fue hecho prisionero, aunque posteriormente, en 1453, llegó a un acuerdo con su padre para su liberación, si bien fue desterrado. La indignación de los navarros fue mayor al poner Juan I a Juana Enríquez como lugarteniente del reino de Navarra, lo que obligó a los beamonteses a organizar un gobierno paralelo desde Pamplona. Mientras tanto, Carlos de Viana, recluido en su prisión itinerante, se dedicaba a escribir su Crónica de Navarra, ayudado por los libros que le traían sus carceleros. Este rasgo de tranquilidad y de serenidad humanista será siempre muy valorado por todos sus panegiristas. Aunque en 1454 se había firmado una tregua entre todos los combatientes, en 1455 los beamonteses ocuparon San Juan de Pie de Puerto, lo que motivó la rápida reacción de Juan I, que desheredó a Carlos de Viana, nombrando heredera de Navarra a su hija Leonor, casada con Gastón de Foix, cuyas tropas a partir de ese momento se sumarían a las de los agramonteses en la guerra civil que asolaba el reino. Los reveses para el príncipe Carlos fueron muy grandes desde entonces, de tal forma que en abril de 1456 decidió abandonar Navarra y viajar hacia Nápoles para intentar obtener la ayuda de su tío Alfonso V, pero apenas llegó a verle con vida.

Los inicios de la guerra civil catalana (1458-1460)

En el escaso tiempo que Carlos de Viana vivió en Nápoles, al abrigo de la fastuosa corte partenopea creada por su tío Alfonso, frecuentó las relaciones con los humanistas italianos que pululaban por el entorno áulico napolitano. Debió de hacerse muy popular, hasta el punto de que a la muerte de Alfonso V, en junio de 1458, algunos nobles del reino le ofrecieron la corona, en detrimento de Ferrante, hijo ilegítimo de Alfonso V. Pero Carlos volvió a ser prudente y renunció a ello, convencido de que la muerte del Magnánimo variaba sustancialmente la posición con respecto a sus intereses en Navarra. En efecto, al carecer Alfonso V de hijos legítimos, el padre de Carlos fue coronado como Juan II de Aragón, uniendo en sus sienes ambos cetros peninsulares. En lo que respecta a Carlos, quedaba convertido no sólo en el heredero de Navarra, sino también de Aragón, por lo que decidió desechar la proposición napolitana y regresar a España, buscando el apoyo de las instituciones aragonesas, sobre todo de Cataluña, pues era frecuente que el heredero aragonés fuese nombrado gobernador del condado catalán. Antes de su regreso, pasó a Sicilia, donde residió desde el verano de 1458 hasta el verano de 1459, principalmente en Messina y en Palermo, allí mantuvo frecuentes contactos con consejeros catalanes con vistas a pactar las acciones a realizar, pues éstos querían incluir al príncipe en sus particulares luchas por el poder.

Véase Conflicto de la Busca y la Biga.

En julio de 1459 Carlos de Viana partió hacia España vía Cerdeña, para llegar a Salou (Tarragona) en agosto del citado año, donde se entrevistó con los embajadores de su padre y le pidió garantías para finalizar el conflicto, además de que fuese atendida su petición de casarse con la infanta Isabel, hermana de Enrique IV y heredera del trono castellano. Poco después, se alejó de la península y se trasladó a Mallorca, donde establecería su cuartel general en espera de la respuesta de Juan II. Pero al demorarse ésta en exceso, Carlos de Viana abandonó la que hasta ahora había sido proverbial prudencia y, seguramente aconsejado al alimón por sus acólitos navarros (Luis de Beaumont) y catalanes (Pedro de Sada), decidió tomar posesión de sus títulos y prebendas, llegando a Barcelona el 31 de marzo de 1460. La ciudad condal le tributó un espectacular recibimiento como heredero del trono. Este hecho, unido al dato de que los beamonteses todavía dominaban casi la mitad del reino de Navarra, enfureció a Juan II de Aragón, que quiso dar un golpe de autoridad trasladándose hacia Barcelona con su otro hijo, el infante Fernando, y con su esposa, Juana Enríquez. Contrariamente a la leyenda posterior, fue la reina Juana la persona que intentó mediar en la entrevista de Igualada, en mayo de 1460, ente Juan II y Carlos de Viana para que se llegase a la paz. Pero al acuerdo inicial se le fueron sumando dificultad sobre dificultad, en especial por el papel de soberano de Navarra y de gobernador de Cataluña que quería atribuirse el príncipe Carlos. Por ello, mientras que se celebraban las Cortes en Lleida, el 2 de diciembre de 1460 Juan II ordenó el arresto de su hijo y de sus principales colaboradores. La escena fue inmortalizada por el pintor romántico Emilio Sala (1850-1910), en un lienzo donde el dramatismo de la escena es impactante: el príncipe Carlos, de rodillas y con los brazos abiertos, implora piedad a su padre, Juan II, representado como un veterano e implacable rey, mientras sus oficiales sujetan la espada de la que acaban de despojar al príncipe.

La muerte del príncipe (1461)

Lleida, Aytona, Fraga, Zaragoza, Miravet y Morella fueron los escenarios donde estuvo retenido el príncipe de Viana entre diciembre de 1460 y febrero de 1461. En estos tres meses, Cataluña se puso en pie de guerra contra Juan II, acusándole de violar los Fueros de Aragón y de pretender obstaculizar los derechos de Carlos en beneficio de su hijo Fernando. La defensa que hizo sobre todo la Generalitat de Cataluña de Carlos de Viana está en relación directa con los propios problemas del principado, totalmente enfrentado a Juan II desde la época en que éste era lugarteniente del reino por nombramiento de su hermano Alfonso V. Por ello, Carlos de Viana fue la excusa perfecta para que los catalanes canalizasen toda su ira contra un rey que les había tenido prácticamente abandonados. En febrero de 1461 Juan II, ante el peligro de una guerra civil, accedió a poner en libertad a Carlos, que volvió a ser recibido como un héroe, si bien su salud comenzaba ya a estar muy deteriorada. De nuevo fue Juana Enríquez la que medió para que su esposo y la Generalitat firmasen la capitulación de Vilafranca del Penedés, el 21 de junio de 1461, según la cual Carlos de Viana era lugarteniente de Cataluña y el rey era obligado a no pisar territorio aragonés, lo que en la práctica equivalía a un triunfo completo del príncipe.

Pero tras su estancia en prisión, desde febrero de 1461, la salud de Carlos empeoró a pasos agigantados, reproduciéndose cierta astenia y cansancio a los esfuerzos que había sufrido desde su llegada a Mallorca desde Nápoles. Es altamente probable que fuese la tuberculosis la causante de que expirase su último aliento en Barcelona, el 23 de septiembre de 1461. Desde el mismo momento de su muerte comenzaron los rumores (totalmente parciales e interesados) de que su madrastra, Juana Enríquez, le había envenenado para proteger así los derechos de su hijo, el futuro Fernando el Católico. Su funeral fue increíblemente triste y congregó a más de quince mil personas en la catedral de Barcelona, donde se fijó su sepulcro hasta que en 1472 fue trasladado al monasterio de Poblet, tradicional panteón de la casa real aragonesa. En Navarra, su hermana Leonor fue nombrada heredera del trono, mientras que el infante Fernando fue nombrado heredero de Aragón. Paradójicamente, la muerte de Carlos de Viana no sirvió nada más que para encender de nuevo el conflicto entre agramonteses y beamonteses en Navarra, al tiempo que Cataluña se aprestaba a vivir una larga guerra civil por espacio de diez años.

Como colofón a su biografía, es obligado referirse a su descendencia. Desde su temprana viudedad en 1448, y a pesar de los planes de boda con la que posteriormente sería Isabel la Católica, Carlos de Viana no volvió a casarse, aunque ello no impidió que tuviese varias amantes, algunas de las cuales engendraron hijos suyos. La más conocida de todas ellas fue María de Armendáriz, doncella de la casa de su hermana, la infanta Leonor, con la que tuvo una hija, Ana de Navarra y Aragón, duquesa de Medinaceli por su matrimonio con Luis de la Cerda. De otra dama de la nobleza navarra, doña Brianda Vaca, tuvo a Felipe de Navarra, conde de Beaufort. En 1459, durante su estancia en Sicilia, engendró a su tercer hijo ilegítimo en el seno de una amante italiana de baja extracción social llamada Cappa: Alonso de Navarra y Aragón, que andando el tiempo sería abad de San Juan de la Peña y obispo de Huesca. Como puede observarse, Carlos de Viana mantenía el vigor sexual y la fogosidad típica de los Trastámara aragoneses; no en vano, existe una curiosa leyenda según la cual el príncipe Carlos fue el padre de un hijo nacido en 1460 como consecuencia del ayuntamiento carnal habido entre Carlos de Viana y Margalida Colom, hija de Joan Colom, teniente del castillo de Santueri mallorquín donde se alojó el príncipe durante su estancia insular en 1459. Si la leyenda es curiosa es porque este niño se llamó Cristóbal Colom, en quien algunos quieren ver al famoso Cristóbal Colón, almirante y descubridor de América.

Valoración: el mecenas, el artista y el santo

A la hora de valorar al príncipe Carlos de Viana, resulta inevitable dirigir la vista a su retrato compuesto en 1881 por el artista José Moreno Cambronero. El lienzo representa a Carlos como un joven príncipe, sereno y reposado, a quien uno de sus lebreles, dormido a sus pies, le acompaña en una jornada de lectura dentro de su enorme biblioteca, una de las más importantes de la realeza hispánica en el siglo XV. Fue Carlos, en definitiva, un digno príncipe del Renacimiento, a quien su temprana muerte y las circunstancias adversas privaron de un mayor reconocimiento: destacó por sus aficiones artísticas, pues cultivó la música, la pintura, la poesía y realizó además diversas traducciones de obras clásicas, entre ellas la Ética a Nicómaco, a partir de la versión del humanista italiano Leonardo Bruni (a su muerte, Fernando de Bolea, su secretario, animaría a continuar con su magna obra de recuperar la obra del Estagirita para España). Puede considerársele también como un difusor de las obras humanísticas de los autores italianos en España; además, mantuvo una importante relación literaria y cultural con los autores de su época, sobre todo con el poeta Ausías March. Como autor se le debe una Crónica de Navarra, escrita, según parece, durante su apresamiento en el castillo de Monroy; compuso también una Epístola exhortatoria, remitida por Fernando de Bolea y Galloz, mayordomo y secretario de Carlos de Viana, a los príncipes de España tras la muerte de su autor para animarles a seguir con los estudios de Aristóteles, como queda dicho.

Siendo innegable su importancia en este sentido, el análisis de su figura política es mucho más complejo, debido a los fuertes y apasionados sentimientos que despertó el príncipe en su época y en las posteriores, de forma que los testimonios que nos han llegado son totalmente parciales y poco objetivos. Durante los siglos XV y XVI, sobre todo en Navarra y en Cataluña, tuvo fama de santo, de forma que los catalanes le llamaban en ocasiones Sant Carles de Catalunya. En los siglos XVII, XVIII y XIX, la crónica de Ramírez Dávalo, los escritos del Padre Queralt, los Anales de Moret y la edición de Yanguas de la Crónica del Carlos de Viana fomentaron esta áurea de santidad y benevolencia con que el desdichado príncipe fue tratado. Es cierto que su triste destino y su oscura muerte son ingredientes que dan pábulo a la formación de esta imagen, pero tampoco es menos cierto que algunos episodios de su vida, sobre todo el envenenamiento por parte de su madrastra, no son más que pura invención popular. El magnífico estudio de su figura efectuado por el francés Desdevises du Dezert, amén de los trabajos de Vicens Vives y de Lacarra, han contribuido a crear la correcta imagen del príncipe Carlos.

Bibliografía

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Autor

  • Óscar Perea Rodríguez