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HistoriaPolíticaBiografía

Acuña y Bejarano, Juan de (1658-1734).

Militar y administrador español, nacido en Lima, el 9 de marzo de 1658 y muerto en México en 1734. Fue el trigésimo séptimo virrey de Nueva España (1722-34), marqués de Casafuerte y caballero de la Orden de Santiago.

Fue bautizado dos meses después de su nacimiento en la catedral limeña. Era hijo menor y póstumo del general Juan Vázquez de Acuña y de Margarita Bejarano de Marquina, natural de San Luis Potosí (México). El padre había sido corregidor de La Plata y de San Luis Potosí, donde conoció a su esposa, pasando más tarde al gobierno de Huancavélica, lugar famoso por las minas de azogue. Tras de su muerte, la familia regresó a la Península donde Iñigo, el hermano mayor, ayudó a Juan para que sirviera como paje en la corte de Carlos II. Gracias a esta ayuda consiguió ingresar en 1679 como caballero de Santiago, abrazando la carrera de las armas, en la que hizo rápidos progresos.

Participó en la Guerra de Sucesión española, apoyando el bando de los borbones. Felipe V le nombró gobernador de Messina, Sicilia y en premio a sus servicios creó a su favor el título de marqués de Casafuerte por Real Acuerdo del 12 de julio de 1708. Capitán general del ejército español, “alcanzó fama de valiente, enérgico, justiciero e inteligente”. Cuando el 22 de abril de 1722 le llegó el nombramiento de virrey de Nueva España, desempeñaba el cargo de comandante militar de los reinos de Aragón y Mallorca. Se iniciaba la aplicación de una nueva política en la gobernación de los virreinatos, que abriría paso a nuevas clases sociales, fuera del círculo cerrado de la nobleza, habitual en la época de los Habsburgo. Acuña pertenecía a la clase emergente de los criollos al servicio de la corona.

Llegó a Veracruz el 25 de agosto de 1722 y así lo anunció el repique de las campanas de la catedral tres días más tarde. Como las instrucciones recibidas desde la corte limitaban los gastos de recepción y el agasajo a los nuevos virreyes, el Cabildo deliberó sobre la posibilidad de obtener recursos con los que cubrir el programa habitual, lo que provocó una amplia correspondencia entre las instituciones y obligó a la intervención personal del duque de Linares.

Fue recibido en Puebla pero no se quedó en Chapultepec, por lo que llegó directamente al palacio virreinal en la ciudad de México. Tomó posesión de su mando el 15 de octubre y como gozaba de la confianza del monarca, permaneció en el virreinato durante doce años. Criollo y soltero, aunque de cierta edad al llegar a México, su figura destaca sobre los demás virreyes “por los aciertos, la honestidad y los sentimientos profundamente humanitarios con que se condujo. Sus méritos recuerdan los de los primeros virreyes del siglo XVI”.

Contó desde el primer momento con la simpatía general de la población, que aprobó sus medidas de contención de gastos y el recorte de todos los abusos, empezando por el propio palacio y la corte virreinal, la selección de sus colaboradores y la simpatía en favor de los criollos novohispanos. Una de sus primeras preocupaciones consistió en ordenar las finanzas locales, cubrir las deudas pendientes y recuperar las fuentes regulares de ingresos, con lo que logró equilibrar la balanza de la hacienda virreinal.

En las fronteras del norte se mantenía una rebelión larvada permanente, por la débil presencia de los presidios antiguos o los recién construidos, la expedición del marqués de Aguayo regresó de Texas coincidiendo con la llegada del virrey, mientras crecía y se renovaba la presión de las tribus o naciones comanches, a la que se incorporaron poco más tarde los apaches. Se exploraba el curso del Río Grande y, siguiendo las costas de California, continuaba la búsqueda de un puerto seguro más al norte de Acapulco en el que recibir la nao de Filipinas. Por el sureste, entre tanto, volvieron los colonos ingleses a Belice y mantuvieron la explotación del palo de tinte, apoyados en la flota británica asentada en Jamaica.

En 1724 repercutieron en el virreinato los sucesos de la Península. Llegó la noticia de la inesperada abdicación de Felipe V en su hijo Luis, que fue jurado y reconocido con toda solemnidad el 9 de febrero, pero poco después se supo su muerte, ocurrida el 31 de agosto y la vuelta al poder del propio Felipe V, nuevamente acatado y jurado. Entre tanto, el fortalecimiento del erario virreinal se reflejaba en las sumas crecientes de recursos monetarios que se enviaban a la corte.

La flota que venía de la Península y llegó a Veracruz a finales de 1725 sufrió graves contratiempos y la pérdida de toda la correspondencia oficial, así como gran cantidad de hombres, por lo que hubo que construir nuevos barcos. Estos acontecimientos, unidos a la amenaza de hostilidades por parte de Inglaterra, obligaron a retrasar la salida del viaje de regreso. Al fin se consiguió trasladar a Cádiz algo más de 18 millones de pesos en dinero y efectos. La satisfacción real por la buena y eficaz administración del marqués se puso de manifiesto en junio de 1727, cuando Felipe V decidió prorrogar su mandato por otro período más.

La importancia adquirida por la expansión española en Texas y las praderas del norte aconsejó enviar una misión a cargo del brigadier Pedro de Rivera, gobernador de Yucatán y de Tlaxcala, con el encargo de llevar a cabo una completa y exhaustiva visita a los presidios. Rivera empleó en esta tarea algo más de tres años, lo que le proporcionó una gran experiencia y el conocimiento directo de enormes extensiones vacías, que necesariamente debían ser pobladas, tanto para impedir la llegada de colonos franceses como para hacer frente a la presión de las tribus vecinas. El “Reglamento general de presidios” de Rivera, compuesto de 196 artículos, fue promulgado por el marqués de Casafuerte el 22 de mayo de 1729.

En sus informes Rivera se refería a la situación que había encontrado con estas palabras: “Siendo la mejor tierra la que se halla despoblada de la Vizcaya por el temor de los enemigos, si las armas continuasen en sus correrías pudieran encontrarse algunos parajes a propósito para poblarlos y suponiendo que no fuese así, siempre será conveniente se transite aquella tierra para tenerla limpia de enemigos que puedan insultarla”. La reacción del virrey fue inmediata: se impartieron instrucciones al gobernador de Nueva Vizcaya y poco después se inició la expedición del capitán Berroterán, compañero de Rivera, que se internó a través del desierto para recorrer los territorios de Mapimí hasta Coahuila. Berroterán volvería a dirigir otra expedición, de enero a mayo de 1729, en la que remontó Río Grande en busca de un lugar donde instalar otro presidio.

Planteada la necesidad de aumentar la población, se decidió traer a centenares de familias canarias que ocuparían las nuevas misiones, aunque la opinión en contrario del virrey, que trataba de obtener cualquier reducción en los gastos, obligó a reducir el proyecto a tan sólo quince familias, que se instalaron en el cabildo de San Fernando. Por otra parte, se registraron enfrentamientos entre los canarios y los misioneros franciscanos, que habían acaparado las mejores tierras. A partir de 1730 se iniciaron los ataques apaches, por lo que se llevaron a cabo expediciones militares de castigo, pero en 1733 el virrey nombró capitán de Béjar a José de Urrutia, un soldado experimentado en la lucha contra los indios, que dirigió nuevas campañas a partir de San Antonio, hasta el final de la década.

En el interior del virreinato continuaba el desarrollo de una política de pacificación y concordia entre las clases y los grupos sociales. También se limitó la actividad represora de la Inquisición, para que las causas judiciales resultaran justas y las penas y castigos apropiados al delito cometido. El virrey solicitó del papa su intervención para que se publicara una bula favorable a la construcción de la Colegiata de Nuestra Señora de Guadalupe, a la vez que instaló una magnífica reja en el coro de la catedral, forjada en Macao y que había traído la nave de Manila. Por estos años mejoraron las instalaciones del puerto de Acapulco, en el que fondeaba anualmente la flota que venía del otro lado del Pacífico. La llegada de la nao daba motivo a fiestas y mercadillos en los que se intercambiaban mercaderías y objetos procedentes de Asia.

Un desarrollo similar tuvo lugar en el entorno de Veracruz, puerta de entrada del comercio con Europa, aunque debido a la insalubridad de su clima, la feria comercial se desplazó a partir de 1721 a la ciudad de Jalapa. Más tarde, por razones fiscales se prohibió su celebración, pero el virrey consiguió hacer cumplir una cédula anterior que localizaba las ferias de la región en la ciudad de Orizaba, donde se estableció una fundición de cañones. Para resolver la situación de Veracruz, azotada por las fiebres y otras epidemias, hizo traer nuevas conducciones de agua de mejor calidad, procedente de los ríos de montaña.

En enero de 1728 se reanudó la publicación de la Gazeta de México, el periódico mensual que el virrey había autorizado en 1722, dirigido entonces por el obispo de Yucatán, pero que se había suspendido poco después. En esta ocasión lo dirigió Juan Francisco Sahagún de Arévalo y se imprimió en la calle de San Bernardo de la ciudad de México.

El virrey había obligado a los productores y vendedores de plata de la capital a instalarse en una de las calles principales, que se llamó de Plateros (actual Madero) con la finalidad de evitar la anarquía de las fundiciones artísticas. También se esmeró en la construcción de grandes edificios como la aduana, al que se unieron almacenes y depósitos, o la reconstrucción de la Casa de la Moneda (1732-4), cuyos cuños y calidad tanta fama habían alcanzado en todo el mundo. La acuñación oficial reglamentaba rigurosamente el peso, la forma y la ley, tanto de la plata como del oro producidos en Nueva España, un viejo problema que estaba sin resolver desde los primeros años de la conquista.

Preocupaba entre las autoridades el problema del desagüe, al que tantos esfuerzos se había dedicado, pero también seguía pendiente la provisión de agua de calidad, por lo que el virrey realizó visitas de inspección a las cuencas acuíferas más importantes, antes de decidir las obras de conducción y los trabajos para su transporte hasta la capital. En 1728, en compañía de dos oidores, se trasladó a las fuentes y tomas de agua de la hacienda de Santa Mónica, cerca de Gudalupe, así como a Tlalnepantla, Tulpa y la hacienda de Santa Ana, todas ellas en el valle de México.

Fue un gobernante bien dispuesto a la reconstrucción de edificios que estaban en mal estado, como los hospitales de San Lázaro y San Juan de Dios o los reales colegios de Santa Cruz de Tlatelolco, San Juan de Letrán y San Ignacio, además de iniciar las obras del santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, cuya construcción había sido aprobada por medio de una bula potificia y transmitida a las autoridades virreinales en Real Cédula de 5 de agosto de 1727.

En el sureste, los ingleses seguían instalados en la zona del río Valis (Belice) y explotando desde hacía años los recursos madereros y el palo de tinte, lo que provocó enfrentamientos e intervenciones, tanto en el ámbito virreinal como desde la corte de Madrid. A partir de 1724 se multiplicaron las expediciones navales desde Yucatán, como resultado de las consultas y reales órdenes emanadas desde la corona o a través del virrrey Casafuerte. El gobernador Antonio Cortaire y Terreros en 1724 y su sucesor el mariscal Antonio de Figueroa Silva en 1725, enviaron varias expediciones de castigo a la zona, con la orden “de expulsión y exterminio” de los ingleses “del río Valis” como se llamaba al Belice actual. Conviene recordar que Yucatán, dentro del gobierno virreinal, trataba de mantener cierta autonomía, discutida y nunca aceptada plenamente por la Administración novohispana.

Sin embargo los ingleses, a pesar de todos los esfuerzos, de los apresamientos de navíos y colonos y de su desalojo de las zonas en litigio, se rehicieron muy pronto gracias al apoyo que encontraban en el apostadero de Jamaica. En 1733, la última expedición que salió de Campeche al mando de Figueroa, logró alcanzar las instalaciones y depósitos de Belice, que fueron arrasados. El contencioso hispano-británico en torno a esta zona se prolongó durante varios años y produjo una copiosa correspondencia entre la corona y el virrey; la colonia maderera de Valis o Belice siguió atrayendo el interés de los comerciantes ingleses durante muchos años.

Pero la edad y las enfermedades que había contraído el virrey en los últimos años, especialmente “la perniciosa gota que pronto arruinaría su constitución”, acabaron con su salud, por lo que falleció en la madrugada del 17 de marzo de 1734. Se dice que ante las malas noticias que en los últimos años le llegaban de México, el rey Felipe V preguntaba una y otra vez: “¿Vive Casafuerte?” y a una contestación positiva respondía: “si vive, sus prendas y virtudes le darán el vigor que necesita un buen ministro”. Días antes de morir había firmado testamento nombrando por heredero único de sus bienes a su sobrino José Joaquín de Acuña y Figueroa. De acuerdo con su última voluntad fue solemnemente enterrado en el convento de San Cosme y San Damián.

Los funerales oficiados en su honor se prolongaron durante varios días y culminaron en una procesión por las calles de la ciudad, celebrada el 21 de marzo. Los presidió Juan Antonio de Vizarrón y Eguiarreta, arzobispo de México, designado virrey de Nueva España, según se disponía en un Real Acuerdo que estaba en poder de la Audiencia, previsto para estos casos. La Gazeta de México publicó varios reportajes en los que describía la pompa y el boato con que se concibieron tan “suntuosos funerales”.

Bibliografía

  • NAVARRO GARCÍA, L. Don José de Gálvez y …las provincias internas del norte de Nueva España. Sevilla, CSIC, 1965. OROZCO y BERRA M. Historia de la dominación española en México. México, 1938.

  • RIVERA CAMBAS, M. El virrey Juan de Acuña. México, Editorial Citlaltépetl, 1962.

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  • RUBIO MAÑÉ, I. Introducción al estudio de los virreyes de Nueva España. México, Ediciones Selectas, 1959 y México, UNAM, 1961.

  • DE LA TORRE VILLAR, E. Instrucciones y memorias de los virreyes novohispanos. México, Editorial Porrúa, 1991

Autor

  • Manuel Ortuño